Los únicos que no dependen de nada son los muertos.
Es habitual sentir que mi cabeza se infla y desinfla simétricamente con el corazón y tener dos pelotas de fuego en lugar de ojos, pero esta vez la luz es demasiada, el olor a meo que trae el viento me dice que definitivamente no estoy en mi casa y mucho menos en mi sillón-cama. Después de un rato las cosas empiezan a tomar forma. Dormido, o muerto, un borracho está inmóvil a unos pocos metros de donde estoy yo. No puedo distinguir su piel de la tierra que tiene pegada a la cara por la baba, adornando sus trapos, una cinta de seguridad, de esas que dicen “peligro”, que va desde el cuello hasta la panza y termina en las piernas, una especie de cotillón improvisado. Tres cajas de vino se mezclan con la basura esparcida por el parque, los perros, electrodomésticos y televisores tirados entre la fruta y la carne, vidrios rotos, autos incendiados y edificios en llamas.
Mi viejo decía que los únicos que no dependen de nada son los muertos, yo insistía con todos podíamos ser libres si viviésemos tranquilos, los hombres libres existían, y de eso estaba seguro. Puedo encontrar un par de razones para justificar estar durmiendo con uno de ellos, pero lo que no me puedo explicar es ¿Por qué mierda tengo un arma en la mano y que hace mi remera empapada en sangre? Estoy seguro que ninguna de esas dos cosas son mías. Ahora dependo de mí memoria para saber de que dependo.
Siempre tengo la sensación de no haber dormido nunca. Un par de estelas de luz dibujan la persiana de madera, chocan con el aire sucio del cuarto y vuelven a hacerse invisibles. Aire, luz y polvo, una imagen maravillosa que me ofrece el día como anestesia.
Pateando al caminar la ropa sucia, o limpia, llego al escritorio. Busco cafeína entre la nicotina, la maprotilina, la paroxetina y un par de mierdas más que me prohíben tomar las botellas de Ron abandonadas abajo de la cama.
A veces me gustaría tener una vieja chusma y no una persiana vieja y llena de polvo que nunca vi abierta, por lo menos así me sentiría acompañado.
Cafeína, maprotilina y paroxetina.
Solamente necesito diez minutos para que mi pierna izquierda empiece a temblar, mientras intento no partir la computadora en mil pedazos, me preocupo por terminar el trabajo y tener el dinero antes de las diez de la noche.
Partiría la maquina a la mitad sino fuese porque dependo de ella para pagar el crédito que saqué para comprarla, y así, poder comprar las pastillas que me dejan trabajar para mantener una vida que ya ni siquiera depende mí. Y mientras yo me quejo, un empresario argentino, llora abrazando los pies de una joven. Es muy probable que su mujer piense que se fue con otra, o simplemente se haya cansado de ella y sus dos hijos pequeños, pero de la misma manera que yo partiría mi maquina en mil pedazos, la cabeza de este tipo ahora adorna el cemento sin revoque de algún subsuelo en el centro. Nunca saquen un crédito con un prestamista, y mucho menos, para comprar una computadora, medicamentos, y alquileres.
Cae la tarde en la Capital. Al no tener tiempo ni para prender las luces, la estación de radio que hoy me atormentaba con noticias de aumentos, accidentes y una posible crisis energética, ahora lo hacia con algún hit de Luís Miguel en la oscuridad de mi departamento.
Mientras trabajo casi automáticamente, intento no pensar en la habilidad de Henry para partir un cuello en segundos sin dolor, o tal vez, el olor a habano de Fabricio, que puede estar jodiéndome la nariz durante horas mientras él me mutila con su martillo hasta que decida que es suficiente. Dependo de este trabajo para seguir con vida y mi vida depende de esta joven usurera llamada Sonia.
Ya estaba todo terminado, solo necesitaba poner el DVD y grabar el archivo, mi pierna dejaría de temblar, y Sonia tendría su parte. En mi trayecto mano-teclado, mano-DVD, pasó algo interesante. La casa se hundió en la oscuridad total y la voz en la radio desapareció junto con mi cerebro, mi pierna dejó de temblar y mi mano derecha quedó sosteniendo un DVD vacío.
Los únicos que no dependen de nada son los muertos.
Sentí que alguien golpeaba la puerta mientras yo terminaba la botella de Ron, ya habían pasado un par de horas y la luz no había vuelto. Abrí la puerta, la luz de la vela no alcanzaba para distinguir la pared de la tremenda mole llamada Henry. Vino solo, era un trabajo sencillo, asegurar que el otro pague su deuda con efectivo o con su vida. Una vez adentro, solo me miró y preguntó si tenia el dinero sacando su arma, innecesaria, la oscuridad lo hacía más grande aún. Respondí que sí, la botella de Ron y los medicamentos ya habían hecho efecto. Estuve a punto de llevarme la única vela para llegar a la cocina, pero pensé que sería mejor no perderlo de vista. Cuando volví, le extendí un bolso con la mano derecha y con la izquierda le hundí un cuchillo en la garganta, un golpe preciso, letal, y no tengo ni la menor idea de cómo lo hice.
Tiré al gordo a los pies del sillón-cama, agarre el arma y la última botella de Ron y me fui.
El cielo era tan grande y negro, que no podía decidir a donde ir. Opté por seguir derecho un par de cuadras hasta que algo pasara. La luz de la luna bañaba la ciudad entera, gritos, ambulancias, policías y más gritos. Los únicos que no dependen de nada son los muertos. Las siluetas de las personas se dibujaban con la luz del fuego que caía, maravilloso, desde los edificios. Tipos con televisores chocando a otros golpeándose frente a un par de criaturas perdidas y aterradas en una esquina. Las sirenas encubrían los gritos desesperados de alguna mujer que estaba siendo violada a unos pocos metros de un policía muerto. Tiros, explosiones y más gritos. Ver a un hombre caminando empapado en sangre, con un armar en la mano y una botella de Ron en la otra, pasaba completamente desapercibido, incluso creo que era más seguro.
Ya iba por la mitad de la botella cuando vi algo que me llamó la atención, un hombre envuelto en una cinta de seguridad, de esas que dicen “peligro”, junto a un auto en llamas, sostenía un par de diarios y unas cajas de vino, mientras reía y aplaudía mirando como las luces del fuego bailaban en el suelo. Mientras tanto, un hombre encendía un habano junto a su amigo muerto. Me gustaría poder decirle a mi viejo que tenía razón.
Mariano Brañas.